Pacientes urgentes

La ruta 27 constituía la principal arteria de ingreso al pueblo desde el Norte, ahí donde las arboledas se hacían menos espesas y las cumbres rocosas de sierras medianas complicaban el camino si uno no se conformaba con restringir su andar al valle. El curvilíneo camino de tierra normalmente oscura, frecuentemente anegado tras las más insignificantes lluvias, se encontraba en aquellos días, por el contrario, resquebrajado por la brutal sequía de los últimos meses. Esta sequía obligó al pueblo a realizar un brusco cambio en sus actividades económicas principales. Con todos los cultivos marchitando y los animales pereciendo, los habitantes debieron recurrir a la compra de todos sus alimentos a otras ciudades. Mientras tanto, el gobierno del pueblo se enfocaría en un desarrollo explosivo del turismo, aprovechando el cielo siempre azul. Claro que diversos obstáculos complicaban el éxito de esa política. Uno de dichos obstáculos era la falta de agua y alimento. El otro, menos obvio, era el transporte público.
Sólo la línea 130, propiedad de la empresa Carros y Carretas Sociedad Feudal, recorría la ruta 27 desde el centro de la vecina ciudad de Karlsberg hasta el depósito en el Parque Pre-paleoindustrial en las afueras de Carlston, pasando en sólo uno de sus ramales por el pueblo que nos compete. Para peor, el ramal que entraba en el pueblo era el que menos circulaba.
Tras el fracaso de las negociaciones entre el gobierno del pueblo y los dueños de la 130, el plan de convertirse en un polo turístico debió ser abandonado, y se recurrió a la toma de deuda para poder adquirir los alimentos y el agua para la supervivencia de los pobladores.
Existía un tercer eventual problema para el turismo que no llegó a convertirse en tal dado el rápido abandono del plan. Se trataba del grupo de rebeldes narcotraficantes que dominaban el bosque que circundaba al pueblo. Pero eso no es de importancia ahora.

Ataúlfo Anaxímenes Banderas se encontraba sentado en un solitario asiento de piedra al borde de la ruta 27. Miraba casi sin pestañear la última página de un periódico de la semana anterior. Se mantenía en esa especie de trance hacía horas. A Banderas no lo conocían mucho por su nombre, pero era famoso simplemente como "el hombre que espera". Es que Banderas era experto en esperar. Pasaba mucho tiempo esperando, y nunca se aburría. En este caso, se había llevado un periódico ya leído sólo para tener algo en las manos, pero ya lo había leído en su casa, y en ningún momento de la espera tuvo la menor intención de releer ni una línea. Ataúlfo sabía esperar como si hibernara y nunca fallar en el momento de despertar de su nirvana, justo a tiempo para lo que fuera que estuviera esperando. Una vez había decidido comenzar a esperar en pleno otoño para ver brotar la primera hoja de un árbol del cual acababa de caer la última. Así estuvo casi seis meses sentado a la intemperie, con la vista perdida, sin comer ni beber, hidratándose con la lluvia que caía sobre su piel, hasta que vio lo que se propuso. Con tal experiencia, esperar la próxima carreta de la 130 durante una semana o dos no era ningún desafío.
Con un promedio de 2 móviles diarios pasando delante suyo, Banderas no tenía grandes motivos para sobresaltarse. Cada vez que sentía que algo se acercaba por la ruta, levantaba lentamente la cabeza, la giraba muy despacio hacia la izquierda, enfocaba con paciencia su vista y se cercioraba de que no se tratara de la línea 130. A veces ni siquiera necesitaba terminar de girar la cabeza, ya que el sonido ligero de algunas carretas indicaba inmediatamente que no se trataba de un transporte colectivo. Una vez asegurado de no estar perdiendo su único e infrecuente medio de transporte hacia el pueblo, volvía a su posición original y continuaba su profunda y poco natural hipnosis.

Una tarde, "el hombre que espera" oyó, a lo lejos, un sonido como el que estaba esperando. Fuertes pisadas descoordinadas de al menos cuatro caballos eran perseguidas por el inmenso peso de un carro con seis ruedas que avanzaban traqueteando sobre el seco suelo de tierra. Un carro lleno de gente amontonada, sentada o parada sobre la madera crujiente de la carreta. En la carreta ya no cabría más que un pasajero más. Ataúlfo parecía tener un lugar reservado para su viaje en algo menos de medio metro cuadrado. Pero cuando Banderas terminó su solemne ritual de levantar la cabeza, girarla y enfocar su vista, notó algo que a cualquiera le hubiese arruinado el día: el interno de la línea 130 que se acercaba llevaba un cartel rojo. Se trataba, por lo tanto, del ramal que no ingresaba en el pueblo al cual el señor Banderas se dirigía. Mientras los caballos pasaban delante de su asiento, el hombre revirtió sus movimientos con lentitud y una ligerísima mueca de decepción casi imperceptible. Así, continuó su trance por un tiempo más.

El interno número 48 de la línea 130 continuó su viaje cargado de gente que sin duda había llegado al reparto de paciencia mucho más tarde que Ataúlfo Anaxímenes Banderas. Gente que se agolpaba, chocaba y se insultaba cada vez que las ruedas pasaban por encima de los millones de grietas e irregularidades del camino. Gente acalorada y sudorosa tras más de seis horas de viajar en estas condiciones. Gente que sabía que no había llegado siquiera a la mitad del camino. Gente que insistía al conductor para que apurara la marcha, y un conductor que se negaba a hacerlo por motivos legales. Gente que no llegaba a oír el crujido de las maderas bajo sus pies por el barullo constante y las quejas sin freno, pero que de todos modos temía que el suelo no resistiera tanto peso. Gente que no tenía más remedio que aguantar la situación y rezar para que no surgiera ningún contratiempo que los hiciera demorar aún más en llegar a destino.
Nadie iba de vacaciones a Carlston. En general, nadie que viajase en transportes públicos iba jamás de vacaciones a ningún lado, por supuesto. Pero Carlston era especialmente un lugar donde todo era puro trabajo duro. Pioneros de la producción en serie, Carlston producía objetos innecesarios de pésima calidad en cantidades ridículas, pero por algún motivo, los Señores de Carlston eran muy felices viendo a gente de aldeas y pueblos cercanos sufriendo todos amontonados, realizando trabajos repetitivos, bajo su supervisión permanente, castigándolos por llegar tarde por culpa del transporte público, y ganando dinerales sin hacer prácticamente nada. La gente que iba a Carlston no podía esperar. No se les podía solicitar paciencia.
Sin embargo, había alguien en el interno 48 que no se dirigía a Carlston, pero no por eso sufría menos por su impaciencia. Un hombre de alto índice de masa corporal, que ocupaba más espacio que cualquier otra persona en el carro, comenzó a abrirse paso hacia el conductor, tarea que le llevó un buen tiempo. Era visible ya la bifurcación de la ruta, donde uno de los caminos llevaba al pueblo que hace un rato que no menciono, y el otro evitaba dicho pueblo y el bosque a su alrededor y servía como vía rápida hacia Carlston. El hombre de gran porte comenzó a hablar con el conductor.

—Bajo en el pueblo, por favor —dijo el gran hombre con su voz ronca y profunda—.

—No tengo parada acá —contestó el conductor, para sorpresa del otro hombre—. Cartel rojo. No entro al pueblo —dijo, señalando el cartel que indicaba el ramal.

—¡Pero si es verde! —se quejó el usuario. Se dirigió a una mujer malhumorada que estaba cerca—. ¿A ver, señora, me ayuda? ¿De qué color es ese cartel?

—Es rojo, señor —dijo ella.

—No, es... Señor —le dijo a alguien más—. ¿Es rojo o verde?

—¿Usted se cree gracioso? ¿Qué le pasa? ¡Claro que es rojo!

—¡No puedo creer esto! ¡No hay respeto! A ustedes les convenía el expreso rojo que no llegaba más y... eh...

El hombre estaba terriblemente enojado y convencido de que todo esto era una broma de muy mal gusto. Pero cuando estaba a punto de explotar, recordó que en otras ocasiones había tenido confusiones con los colores.

—Yo... Yo lo veo... Creí... Ah... No entiendo...

Un médico que estaba apretujado entre toda la gente de pie escuchó la situación y lamentablemente no se pudo acercar a ver más, pero quedó muy sorprendido por este caso. Más tarde, ese médico descubriría lo que comúnmente llamamos, de manera frecuentemente errónea, "daltonismo".

El señor que veía verde donde había rojo le preguntó al conductor si podía bajar en la intersección, aunque eso lo dejara a unos 10 km de su destino, teniendo que caminar el resto. El chofer insistió con que no había parada en ese lugar y que tendría que esperar hasta la siguiente parada, que era tremendamente lejos porque el carro no tenía casi paradas entre las terminales. El hombre no entendía qué le costaba al conductor detenerse un momento. De hecho, eso es exactamente lo que le preguntó. El receptor de la pregunta no emitió más respuesta que un bufido que el hombre asumió como un "OK, voy a parar en la intersección así este tipo me deja en paz". Pero entendió mal. El carro siguió, y siguió, y siguió siguiendo por el camino que le correspondía. Al tipo grandote le fue dando ansiedad, se contuvo un poco, se contuvo mucho, y ya no se pudo contener más. Dio un grito de bronca e intentó tomar las riendas de los caballos que el conductor llevaba en sus manos. Sin embargo, se arrepintió. Pensó un segundo y entendió que la carreta realmente no iba muy rápido y que no podía hacerse mucho daño si saltaba de ella. Y eso hizo, con el carro en movimiento. No debería haberse hecho mucho daño, si no fuera porque cayó muy mal, perdió enseguida el equilibrio y se fue de bruces sobre la tierra dura, torciéndose el tobillo en el proceso. Viendo el carro seguir su camino como si nada hubiese sucedido, el hombre trató de levantarse y caminar, y con mucho trabajo logró ponerse de pie e ir rengueando, con muecas de dolor, hacia la intersección. A ese paso, le llevaría muchísimo tiempo llegar al pueblo. Seguramente lo alcanzaría la noche. No había más remedio que ir despacito hasta la intersección y esperar a que pasara el 130 con cartel verde.

Mientras tanto, a unos 7 u 8 kilómetros de allí, Camelle Rhyder sintió un repentino alivio inexplicable, como un suspiro del cosmos corriendo a través de él, como un arrebato de buena suerte, como si algo intangible le indicara que no todo estaba saliendo tan mal. Así, tan instantáneamente como llegó, el alivio se fue volando y retornó la preocupación que le había provocado descubrir, hacía un minuto apenas, que Arthur Heesux, gravemente herido de una pierna, había desaparecido del lugar donde él lo había dejado, en la orilla del bosque controlado por fuerzas rebeldes.